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miércoles, 8 de septiembre de 2010

Querer a escondidas.

Miró el reloj y apretó el paso. Iba tarde. El claustro se había extendido más de lo esperado. El eco de sus pisadas reverberaba en el estrecho callejón que usó de atajo, mientras se desabrochaba los primeros botones de la camisa, sofocado como estaba. Al salir de la calle la vio a lo lejos, y no pudo reprimir ese revuelo que se le formaba en el estómago cada vez que la veía, como si fuese la primera vez. Tenía cada uno de sus detalles impreso a fuego en la mente, y, sin embargo, no podía dejar de ponerse nervioso cuando la tenía delante.



Y se lamentó una vez más de estar allí, de admirarla, de consentir que estuviesen cerca. Porque él daba clase a chicas mayores que ella, porque podría ser su padre. Pero no podía evitarlo. No podía evitar buscarla entre los rostros de la gente en una de aquellas citas, impaciente, ilusionado. Porque no podía olvidar esos ojos castaños que sonreían al encontrarse con los suyos. Porque era imposible intentar borrar el recuerdo de sus besos, su boca tierna y suave, muy niña aún y ya queriendo ser mujer. Porque era imposible olvidar el perfume tenue a frutas de su pelo cuando el viento jugaba, travieso, con él. Porque su nombre en esos labios llenos tenía otro significado.


Porque se estaba volviendo loco. Porque tenía que intentar alejarse de ella, y cada día empezaba con la promesa de que ése iba a ser el último. Pero ¿quién sería capaz de resistirse cuando se le iluminaba el rostro al verlo, lleno de emoción apenas contenida? No podía.


Sin embargo, ella estaba prohibida. Jugar al ratón y al gato, esconderse de sus padres en un callejón, esperarla dos calles más abajo del instituto para que no lo reconozca algún colega de profesión, aguantar las miradas recriminatorias de un mundo que no entiende que para él, no hay nada más importante en su vida que hacerla feliz. Y por eso estaba ese día ahí, alimentando unos sentimientos que lo desbordaban, que se apoderaban de él en cuerpo y alma, que trepaban por su cuerpo y se instalaban en sus labios, dibujando una sonrisa permanente siempre que ella estaba cerca.


Y en ese instante de duda, ella se giró. Todo lo malo se disipó, iluminado por aquella maravillosa sonrisa. Agitó una mano, como si él no la hubiese visto, como si pudiese fijarse en otra cosa que no fuera su figura menuda entre el gentío, para él la única entre todos. Casi corrió para salvar los pocos metros que los separaban, y cuando sus bocas se encontraron en un saludo sincronizado, apenas pensado, todo desapareció. Porque tenerla entre sus brazos era el regalo más maravilloso del mundo, porque la edad no eran más que números y él siempre había preferido las letras.


Porque iba a demostrarle al mundo que quererla cada día un poco más no era ningún pecado.




Isa

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