Carol se miró al espejo e hizo una mueca ante lo que
encontró reflejado en él: tenía una cara terrible. La falta de sueño y los
sucesos de la noche anterior estaban impresos en cada centímetro de su rostro,
sin piedad. Suspiró largamente y se lavó la cara con agua fría, esperando
despejarse un poco.
No sabía muy bien cómo había llegado a su cama, pero
recordaba vívidamente el intenso dolor de cabeza que le había martilleado las
sienes cuando había intentado conciliar el sueño. Ahora, aparte de la jaqueca,
tenía el estómago revuelto.
- No vuelvo a beber…- Murmuró, en una promesa de la que sólo
ella y su reflejo eran testigos.
Salió del baño y bajó los escalones que conducían al salón.
Se dejó caer en el sofá, masajeándose la frente. Tyson apareció correteando
desde la cocina, meneando la cola e intentando llamar su atención. Ella le
rascó tras las orejas.
- Hola, bonito. Parece que estamos solitos en casa, ¿eh? –
El animal la miró ladeando la cabeza. Carolina echó un vistazo a su alrededor:
al levantarse, había encontrado una nota de su hermano avisándole de que
comería fuera. Sus padres ya le habían comunicado que no pasarían el fin de
semana en casa, y Juana estaba con su hermana en el pueblo. – Aunque casi es
mejor, porque esta cara sería difícil de explicar, ¿verdad? – Tyson la miraba
con atención, como si se esforzara por entenderla.
- Bueno, tendrías que buscar una excusa muy buena, porque
llevas escrito en la frente “Estoy de resaca”. – Caro se giró, sobresaltada, y
se encontró al macarra bajando las escaleras, con las manos en los bolsillos
del pantalón del desgastado chándal y aquella pose suya de desesperante
despreocupación. Ella puso los ojos en blanco y miró al perro, que había pegado
las orejas al cráneo y estaba en tensión, con un ligero gruñido emergiéndole
desde fondo de la garganta.
- Tyson, quieto. – Carolina le cogió por el collar y empezó
a tirar de él de vuelta al jardín. Al volver, se encontró a Raúl sentado donde
segundos antes había estado ella, con dos Coca-colas en la mesa frente a él.
- No entiendo por qué ese chucho me tiene tanta manía… - El
chico abrió una de las latas y dio un largo sorbo.
- Lo entrenamos para alejar a la chusma. – Se dejó caer en
un sillón, tras sopesar la cercanía al macarra si se sentaba también en el sofá
y descartar la opción.
- Ah, tú y tus chistes fáciles. – Raúl chasqueó la lengua y
le señaló la lata que aún había sobre la mesa. – Bébetela. Es buena para
aliviar la resaca. – La muchacha, mascullando un “Claro, tú tienes mucha más
experiencia que yo”, cogió el refresco y lo abrió, llevándoselo a los labios.
Entrecerró los ojos cuando la espumosa bebida le recorrió el
esófago, cosquilleándole. Pronto, el azúcar de la Coca-cola empezó a hacer un
buen efecto en el cansancio y el malestar de estómago. Su mente empezó a
desembotarse y los recuerdos de la fiesta la inundaron. Miró de reojo a Raúl,
que pasaba los canales de la televisión con expresión aburrida, y se removió
incómoda en su asiento.
- ¿Qué hay de comer? – La chica se sobresaltó y casi derrama
el contenido de la lata sobre la clara tapicería del sillón.
- ¿Eh?... Ah… No lo sé. Supongo que Juana habrá dejado algo
hecho. – Se levantó y fue a la cocina. El refresco le había abierto un poco el
apetito. Miró en el frigorífico y empezó a buscar algún tupper de los que la
anciana solía dejar como provisión cuando abandonaba la casa los fines de
semana.
- ¿No hay nada? – La cara de Raúl había aparecido junto a la
de ella, asustándola y haciendo que se golpease la cabeza con una balda del
frigorífico. El muchacho empezó a reír descaradamente a su lado. Para su
horror, Carolina notó cómo se le encendían las mejillas.
- ¡Idiota! – Le golpeó en el brazo y él alzó las manos, en
señal de rendición, aunque aún asomaba a la comisura de sus labios una tenue
sonrisa burlona. Con el ceño aún fruncido, observó el penoso estado de vacío en
que se encontraba la nevera.
- Ah… Esto lo explica todo. Estaba pegado en la puerta del
frigo. – Raúl agitó un post-it rosa frente a ella. En la nota, con la
inconfundible caligrafía de Juana, les advertían que debían hacer la compra,
pues ella tenía que ir al médico antes de ir al pueblo y no le iba a dar
tiempo.
- Genial… - La chica volvió a mirar las frías baldas, como
si esperase que algún plato se materializase mágicamente para ella.
- Bueno, podemos improvisar algo. – Sugirió el muchacho y
Carolina evitó su mirada.
- Eh… Claro… - No podía admitir delante del macarra que la
cocina era su asignatura pendiente, y que su madre casi no se fiaba de dejarla
sola con un fuego encendido. Bueno, realmente, ella tampoco se fiaba mucho de
sí misma en ese aspecto. Raúl la miró y una sonrisilla empezó a tirarle de la
esquina derecha de la boca.
- No me digas que la princesita no sabe ni freír un huevo…
- ¡No digas tonterías! – Carol se giró de nuevo hacia la
nevera, maldiciéndose por volver a sonrojarse. Era cierto: una vez había
intentado freír un huevo, y las consecuencias habían sido nefastas. Se mordió
el labio inferior. Raúl le dio unas suaves palmaditas en la cabeza, mientras la
hacía a un lado y rebuscaba en el interior del frigorífico.
- Es tu día de suerte: soy un crack de las sartenes. Voy a
evitar que te mueras de hambre. Espero que sepas agradecérmelo.
- Ya, claro. ¿Esperas que me lo crea? ¿De alguien que no ha
dado un palo al agua en su vida? – Caro le miró, escéptica. El chico cerró la
puerta de la nevera, con unos cuantos ingredientes en la mano.
- Cuando te tienes que buscar la vida, aprendes rápido… y
solo, porque nadie viene a ayudarte. Las primeras veces suelen ser una
porquería pero, por la cuenta que te trae, las acabas mejorando. – El chico
buscó en la despensa y salió con un paquete de spaguetti. – Poner la mesa
supongo que sí sabrás, ¿no?
- ¡No te pases! – La muchacha se cruzó de brazos,
enfurruñada, mientras él reía y preparaba una olla con agua. A regañadientes, Carol
empezó a colocar la mesa, mientras el chico silbaba tranquilamente a la vez que
removía los spaguetti.
La muchacha estaba colocando los cubiertos cuando Raúl asomó
la cabeza desde la cocina.
- Oye, no hay pan. – La chica resopló.
- Está bien, iré a por él.
Cinco minutos después, estaba de vuelta en casa, abriendo la
puerta principal. Un delicioso aroma a queso hizo que la barriga le gruñera. El
muchacho estaba colocando los dos platos de pasta en la mesa. Al verla aparecer,
le hizo un gesto de apremio.
- Venga, venga, ¡que me muero de hambre!
Carol se sentó frente a su plato. Él la miraba expectante,
con las manos cruzadas frente a la boca y los codos apoyados en la mesa.
- ¿Qué? – Ella le miró, desconfiada.
- Estoy esperando a ver tu cara de flipada cuando pruebes
los mejores spaguetti de tu vida. – A Carolina casi se le escapa una sonrisa.
Enrolló unas cuantas tiras de pasta en el tenedor y se lo llevó a la boca. El
sabor explotó en su boca: el queso fundido, el tomate, los condimentos en su
justa medida. No pensaba reconocerlo, pero el macarra tenía razón en que eran
los mejores spaguetti que había probado jamás.
- Bueno, - Se encogió de hombros – se pueden comer. – Mintió
deliberadamente. El chico abrió mucho la boca y se llevó ambas manos al pecho,
en un exageradísimo gesto teatral de dolor.
- Herido en mi orgullo… Niña, ¡no tienes gusto! ¡Tantos
platos finos de media cucharada te han dejado sin poder apreciar lo que es una
comida de verdad! – Raúl estaba realmente indignado, y Carol se sorprendió
riendo. “¿Qué estás haciendo?” pensó, y clavó la mirada en el plato.
Comió lo más deprisa que pudo, evitando seguir la
conversación que el muchacho se esforzaba en entablar, y huyó de la mesa en cuanto
terminó. Él la observó subir las escaleras, con un gesto indescifrable en la
faz.
Carolina se tumbó en la cama, mirando al techo. Aunque la
noche anterior Raúl hubiese cuidado de ella y esta mañana hubiera intentado
crear un buen clima, ella no debía olvidar nunca que él no era más que un
intruso en su casa. Debía encontrar un motivo que hiciese que su madre abriese
los ojos y le devolviese al lugar de donde lo había traído.
Estaba segura de que, cuando salía, Raúl no iba precisamente
a la vuelta de la esquina a tomar café. Las personas y los lugares donde se
relacionaba no debían de ser aconsejables. Sólo tenía que pillarle con las
manos en la masa para demostrarle a su madre que no era alguien de fiar.
Se levantó de un salto y fue a por el móvil. Se sorprendió
al ver muchas llamadas perdidas de varias personas. Abrió el WhatsApp y
comprobó que otras le preguntaban si se encontraba bien después de lo sucedido en
la fiesta, entre ellos Borja y Patri. Suspiró y abrió la conversación de Patri.
Le escribió un rápido mensaje, sus dedos deslizándose veloces sobre la pantalla
táctil del teléfono.
“Está todo ok, no te
preocupes. Te tengo que pedir un favor: averigua dónde se suelen juntar los
canis cuando salen. La chusma, lo peorcito…Bueno, ya sabes, algo como Raúl. Y
no le digas nada a Borja, ¿vale? El lunes te cuento. Te quiero, un beso, amor.
“
Un plan empezaba a fraguarse en su mente. Se volvió a dejar
caer sobre la colcha, ignorando la insistente luz parpadeante del móvil que la
avisaba de que alguien quería hablar con ella.
Raúl subió las escaleras. La noche anterior había sido un
desastre en su mayor parte, demasiado caos para el mundo cuadriculado en el que
había ido a parar. Él estaba acostumbrado al ambiente de peleas, manos alzadas
y palabras duras, pero eso no encajaba en el ambiente de la princesita, y había
visto el miedo en sus ojos, el pánico a punto de estallar.
Estaba haciendo su mejor esfuerzo por llevarse bien con
ella. Desde que la había visto así de indefensa, con los ojos vidriosos
observando al amor no correspondido que se escapaba con otra chica a la
oscuridad de la noche… Había sentido la necesidad de protegerla.
Se paró delante del dormitorio de Carolina. Suspiró,
rascándose la nuca. Por un momento, le había parecido que había habido un
acercamiento… Pero ella había vuelto a escaparse, a marcar las distancias. Y
allí estaba él, aturdido frente a su puerta, sin saber qué hacer para suavizar
su relación…Y sin saber muy bien por qué tenía esa necesidad imperiosa de
hacerlo.
Isa